"Una necesita al mar para esto: para dejar de creer en la realidad. Para hacerse preguntas imposibles. Para no saber. Para dejar de saber. Para embriagarse de olor. Para cerrar los ojos. Para dejar de creer en la realidad" -Cristina Rivera Garza-

PARAJES: Una cajita de flores y recuerdos

 

Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto


Paraje:

  1. Lugar en el campo, aislado y singular.
  2. Estado, ocasión o disposición de algo.

 

Se abre el telón como se abre una caja de recuerdos. Al frente, un paisaje improbable: el desierto florece con descaro, con abundancia, como si la primavera se hubiese atrevido a quedarse. Un velo de humo blanco envuelve la escena con aire de sueño. Luces tenues y sombreados tersos. Me parece un trabajo sutil y elegante el diseño lumínico de Emmanuel Pacheco, sin duda, una caricia escénica.


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto

Después de las flores, lo que roba la mirada son los cuerpos vestidos: monocromías audaces que contrastan con el estallido de colores de las flores. Los vestuarios —firmados por Sonia Juárez— son más que ropa: son criaturas propias, con ritmo, con desequilibrio y con alma. Me recordaron a los sueños torcidos de Alicia. Cada prenda es una entrada secreta a otro mundo.

Jesús da el primer paso. Cuerpo y maleta: hay que empacar. Guardarse, llevar lo esencial. Desempacarse en flores. Nata duerme al lado; les demás bailarines cruzan el espacio, en tránsito. Hay un tren que suena a lo lejos, hay cuerpos vagón, cuerpos que esperan. No hay error en retroceder: atrás también es camino. La campana suena, y comienza el viaje.


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto

Luisa danza al centro. La he visto antes, y siempre me ha parecido que baila muy cerca de la tierra. Su cuerpo es barro, es agua, es musgo en movimiento. Hay algo felino y líquido en su presencia. Entonces, el ritmo sube. De pronto, la escena es un rave: cuerpos imán, que juegan, que se acercan, se repelen, se funden. Aparece un ciempiés que se abraza. Cuerpos túnel, caminos, cuevas, puentes y pasajes. Y entre todo eso, vemos una flor. En este mundo en guerra, parece tonto y necesario detenerse a admirar las flores.

Nata vuelve al centro, toma un crisol, una cámara roja. “Soy recolectora”, dice. “Recolecto detalles que no valen nada, pero que son míos”. Entonces su cuerpo se vuelve una historia, su danza una confesión. Nos ofrece su cajita de memorias, y reconocemos la nuestra. ¿Quién no guarda un ángel, doce rosas y una despedida a medio cerrar? “Hay algo en mí que sigue cayendo desde entonces”, susurra con la piel, mientras manos amigas la contienen. Es clara la experiencia de Nata: no solo baila, cuenta. No solo cuenta, siente. Su sinceridad es punzante. Hace mucho que no lloraba en el teatro, pero yo no era la única: a mi espalda, se escuchaba del público un murmullo de sollozos suaves, como pétalos cayendo.


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto

Jesús reaparece, con un trabajo de máscara. Jesús y yo fuimos compañeros. Digo esto porque le he observado de cerca, y siempre ha tenido la virtud de tener unas líneas hermosas que se extienden al máximo. Sin embargo, me parece muy importante reconocer el camino que ha recorrido Jesús para volverse el intérprete que es hoy, más allá de su virtuosismo. Su movimiento y su inteligencia en la escena me recuerdan a una mantis religiosa: letal y pulcro, afilado. Aún así baila en grupo, existe con el resto, y el resto existe con él. Por eso el virtuosismo es parte de su interpretación y no la repetición de una técnica.

A Erik Zaragoza no lo había visto antes. Qué revelación. Hay en él una generosidad extraña: baila con la cara también. Te mira, y de pronto estás adentro. Sus ojos son telescopios. Y su entrega es sincera, sin artilugios. Agradezco ese tipo de presencia.


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto

Entra un pastel. No celebramos un nacimiento, sino una despedida. Reímos. Bailamos. Se nos concede un ritual: decir adiós sin miedo. Ahí fue donde lloví flores. Donde lloré recuerdos. Se apagan las velas. El público orgánicamente aplaude. Aplaude como deberían de ser aplaudidos todos los finales fúnebres. Pero la pieza no acaba ahí. Su directora se permitió el gozo y nos dijo adiós con lágrimas de dicha, con un bailecito de victoria, porque no hay derrota en haber amado.

PARAJES es una obra nacida desde la ternura, escrita con memoria, tejida con oficio. Un discurso abierto, un mundo flor que aparece en la escena para cualquiera que haya abrazado una despedida. No es danza para bailarines, ni arte para artistas. Es la técnica al servicio del alma. Es profesionalismo que conversa con cualquiera que haya guardado un recuerdo dentro de una caja y eso, para mí, es oro, así como la primavera en el desierto.


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto


Fotografía cortesía de Luz Zuñiga Foto

Felicidades a Daniela Urías directora de esta pieza, por el visible trabajo arduo, y por supuesto felicidades también a todo su equipo por esta danza que no se olvida.

Si usted vive en Hermosillo, corra a ver la función de este viernes 20 a las 8 p. m. en la Casa de la Cultura. Deje que le conmuevan. Vaya a mirar las flores. PARAJES pronto viajará a Guadalajara, Querétaro y San Luis Potosí así que por favor siga sus redes y no le pierda el paso.


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